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Mar铆a Helguera

Perder la cabeza

Diría que la pujanza de la pintura de María Helguera dimana, en gran medida, de una relativa, y extremadamente diestra, inmediatez en la ejecución, de una espontaneidad personal y muy inteligentemente sensible y riquísima, que proviene de una larga experiencia de trabajo con la pintura y que rehuye, por acomodativas, la exquisitez y la delectación en la realización.

Y si bien en fuerza obras de arte hay presentación de sí mismas a raíz de la representación de algo y, al revés, hay representación a partir de la presentación de una obra, en estas pinturas de María Helguera ambas cosas, presentación -epifania magnífica de un espacio visual- y representación -reflejo admirable de una realidad supuestamente, se confunden. Y esto en pintura, y arte en general, no es muy corriente.

Esta, digamos, peculiaridad puerta que -o permite que- cada espectador transforme las telas o los papeles de María Helguera, se le haga suyos, los viva. Por qué y cómo sucede esto? Lo iremos viendo.

Estoy seguro de que, al igual que ocurre con las obras de todos los artistas, digamos, verdaderos, un cuadro de María Helguera es tantos cuadros diferentes como el número de espectadores que lo miran, e incluso un solo espectador ve el mismo cuadro de maneras muy diferentes según las circunstancias subjetivas y también objetivas, como el lugar donde es mirado el cuadro.

Y todo ello contradice el concepto de percepción distraída de que habla Walter Benjamín y que viene a ser la actitud más o menos pasiva a que compele hoy ciertas obras de arte a ciertos espectadores de arte. La percepción distraída equivaldría a ser mirado de reojo por la obra, o a mirar de reojo la obra, como de pasada, sin entrar mucho.

  Las piezas de percepción distraída no exigen ninguna observación especial ni exclusiva, de tal manera que el ojo ya no pasto paso por estas obras, sino más bien sólo las capta despreocupadamente, igual que aprehende y que es aprehendido por una valla publicitaria. Así, el puñetazo que Miró quería para la pintura, para el arte, queda disminuido a un saltar a la vista, a un hacerse notar.
 
Y el caso es que, al contrario de exigir percepción distraída, las telas y papeles de María Helguera rechazan el efectismo del simple impacto visual, nos hacen pastar engrescadorament la mirada, nos permiten recrearnos en ella, de volver crear la mirada.

O sea, el arte de Helguera, a diferencia de los reclamos publicitarios y similares, no sólo nos subyuga, no únicamente reclama ser advertido, sino que nos pide una atención específica a fin de que, como espectadores, transformamos el cuadro con la nuestra percepción, que ya no será simplemente distraída, sino sobre todo atento.

Entonces, la presentación de la pintura acaba siendo una manifestación pletórica de lo que apenas existe allí, que ha sido creado en ese espacio concreto, y que es una realidad pictórica que, en la obra de María Helguera, incluye la representación de unos arquetipos lacerantes, potentes, que hipnotizan y que se estampan en la mente y en la sensibilidad.

Estos arquetipos redundan en sí mismos y al mismo tiempo, como los tótems, a través de sí mismos remiten a imágenes indefinidas de la memoria colectiva y por tanto también individual. Sí, los arquetipos de Helguera y su inseparable entorno pictórico en el que emergen, nos invitan a pastar con la mirada por todo el rectángulo trabajado, por el cuadro. Y cuanto más paste más nos hacen nuestros los arquetipos y su alrededor, y más ganamos.

Las pinturas de María Helguera no se nos imponen paso, sino que más bien nosotros acabamos imponiendo a ellos. Y tal nos está demostrada la sabiduría sutil del arte de la gran pintura, que, a cambio de nuestra contemplación activa, nos da un conocimiento que sólo la pintura nos puede ofrecer.

Carles Hac Mor