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Jaume Pitarch

Cinco misterios

El tiempo no se puede parar. Los que se sienten agobiados por su avance dicen que es inexorable. Los que aspiran pretenden a la sabiduría usan varias estrategias de meditación que lo estiran o lo niegan. En el día a día, los mortales no nos hacemos preguntas y vamos tirando. Entre estas opciones, cabe la posibilidad de celebrar y poner en evidencia su esencia ambivalente gracias a una aproximación lateral, insólita: la paradoja, que crea una interrupción, un cortocircuito en el pensamiento y en las rutinas de la conciencia. Es un lapso breve, como la metáfora iluminadora de los poetas surrealistas, que nos adentra en la naturaleza irresoluble de las cuestiones fundamentales sobre el ser y el mundo, entre las cuales la del tiempo parece, quizá, la primera.

Buena parte del trabajo de Jaume Pitarch se ocupa, con la sorpresa y el absurdo, de las varias formas del tiempo, y trata no de atraparlo, sino de dejar que se manifieste, que aparezca sutilmente. Si en algunas de sus obras el equilibrio parecía una manera de fijar el tiempo y el espacio, con Cinco misterios (un rosario que circula en una máquina-arquitectura de juguete), el caprichoso dinamismo, producido en un circuito cerrado, parece referirse a la continuidad y al cambio, al avance del tiempo. En él se reúnen el entretenimiento, la distracción juguetona que nos separa del tiempo con la concentración espiritual de la oración. Monotonía y divertimiento, el juego del niño y la melancolía del viejo, se reencuentran en una arquitectura hipnótica.

El problema del movimiento ininterrumpido, generado por una suerte de razón interna hecha de regularidad y leves cambios secuenciales, nos evoca un arte que se hace en el tiempo: la música. Propongo dos bandas sonoras posibles para la pieza de Pitarch que plantean preguntas sobre el ritmo, la monotonía y su variación, sobre el cambio y la forma, sobre la repetición y su extraña belleza. Una podría ser los Mouvements perpetuels (1918), de Francis Poulenc, que reinterpretaban la tradición del perpetuum mobile musical y lo injertaban en una suerte de ironía mecánica, entre cubista y dadaísta, afín a Marcel Duchamp. Otra podría ser Six pianos (1973), de Steve Reich, con su reducción minimalista de la melodía y la estructura compositiva basada en la regulación de la reiteración. Estas músicas, como la pieza de Pitarch, tienen en común una curiosa camaradería con el reloj tradicional, mecánico, con su tic-tac hoy desaparecido que aún asociamos al paso del tiempo y que nos figuramos como el resultado de una pequeña y escondida ingeniería de alambicada lógica que convierte sus desplazamientos laberínticos en la pauta de instantes reiterados que ligamos a la noción del tiempo. La pieza de Pitarch es un poco todo ello: una escultura, un diagrama lógico, una máquina rítmica, una futilidad y una pregunta.

Alex Mitrani